viernes, 23 de septiembre de 2016

Nadando a casa (Deborah Levy)


Título original: Swimming Home
Traductora: Susana de la Higuera Glynne-Jones
Páginas: 164
Publicación: 2011 (2015)
Editorial: Siruela
Sinopsis: Nada más llegar con su familia a una casa en las colinas con vistas a Niza, Joe descubre el cuerpo de una chica en la piscina. Pero Kitty Finch está viva, sale del agua desnuda con las uñas pintadas de verde y se presenta como botánica... ¿Qué hace ahí? ¿Qué quiere de ellos? Y ¿por qué la esposa de Joe le permite quedarse? Nadando a casa es un libro subversivo y trepidante, una mirada implacable sobre el insidioso efecto de la depresión en personas aparentemente estables y distinguidas. Con una estructura muy ajustada, la historia se desarrolla en una casa de veraneo a lo largo de una semana en la que un grupo de atractivos e imperfectos turistas en la Riviera son llevados al límite.
Puedes empezar a leer las primeras páginas AQUÍ.


La vida solo merece la pena porque tenemos la esperanza de que irá a mejor y de que todos llegaremos a casa sanos y salvos.
Quiero detenerme en el título, porque últimamente los títulos de algunos libros me dejan prendida de ellos y me sugieren numerosas imágenes en mi hiperactiva cabeza. Nadando a casa me sugiere retorno, volver, mar, isla, avanzar, acoger y muchas más cosas intraducibles en palabras. Supongo que no fue casualidad que escogiera este libro no mucho después de que intentara plasmar lo que es casa para mí. Quizás porque intento ser casa a la vez que busco una para mí, quizás porque el agua es un elemento muy potente y simbólico, porque me encanta nadar y meter la cabeza dentro del agua, escuchar y sentir los sonidos acuáticos (nadar y sumergirse es como meterse debajo de una campana de agua, te aísla a la vez que te protege)… el caso es que este título, que aúna dos conceptos que tienen mucha profundidad y arraigo en mi vida, era como un tobogán por el que dejarme deslizar sin la brusquedad de un mal aterrizaje.
Siempre llueve cuando te sientes triste.
Ella sabía lo que hacía la lluvia. Ablandaba las cosas duras.
El agua me hace recordar muchas cosas, a Virginia Woolf y Sylvia Plath por ejemplo, en cuyas obras encuentro con frecuencia este elemento. Y la lluvia… soy de Asturias, nací con la lluvia dentro. Soy lluvia. Lluevo y me lluevo. Me atrae la luz,  necesito la luz, la que ilumina sin deslumbrar, la que guía sin aturdir, la que tienen los amaneceres o los faros encendidos. Pero, ay, la lluvia… De niña creía (lo sigo creyendo) que si en verano llovía era porque alguien había matado una mariposa. Un verano unos niños mataron varias mariposas para burlarse de mí y hacerme llorar y gritar que “¡¡ahora lloverá, lloverá!!”. Y llovió. Varios días. Hasta hizo frío. Yo no quería que lloviera en verano.

Ya lo dice Deborah Levy: la lluvia ablanda las “cosas” duras. Lo mala noticia es que reblandece en exceso aquello que ya era blando de serie, con lo que al final obtenemos un barro inconsistente y moldeable. Y pesado, muy pesado. Porque el barro se acumula y pesa, pesa mucho, más aún cuando se seca y se endurece, y entonces vuelve a necesitar de la lluvia que dulcifica, mitiga y apacigua. Eso es la lluvia para mí (Nota a quien corresponda: o cómo responder una pregunta antes de que te la hagan).

Dame tu historia y yo te daré algo que la aleje de ti.
Hay historias que mantenemos alejadas de nosotros mismos, como si la distancia difuminara su existencia. Hay otras que debiéramos alejar, pero se aferran a ti desesperadamente aunque las apartemos una y otra vez. Al final la distancia estalla por los aires y las historias vuelven a ti como un bofetón inesperado. Y, en el aturdimiento del golpe traicionero, empieza a perfilarse una palabra, no menos traicionera: depresión.

¿Aparece de repente o ya estaba ahí? Voy a recular: en realidad Nadando a casa no habla de depresión, sino de tristeza. Esa tristeza que está detrás del telón, entre bambalinas, amenazando con salir al escenario a hacer su espectáculo y a la que impides su protagonismo montando tu propio espectáculo, más o menos real, más o menos falso, pero que mantiene los focos alejados de aquello que hay detrás del escenario, oculto. Hasta que alguien, por ejemplo, aparece desnudo en la piscina. Kitty Finch mismamente, que le gusta el agua, y las plantas, y estar desnuda. Desnuda, no hay nada que ocultar. La libertad de ir desnuda, por dentro y por fuera. ¿Qué sucede? Que entonces las luces cambian de escenario, y lo que había detrás del telón empieza a formar parte del espectáculo. La luz propia y desnuda de Kitty acentúa las sombras ajenas. O cuando una desnudez te desnuda a ti. O la tuya desnuda a los demás. Y huyen. El nudismo no es tan natural, después de todo,  parece. Desnudarse tiene un precio muy alto.

Porque la vida siempre debe recuperarnos.
Hay una lucha sorda, invisible y encarnizada contra la tristeza. La aparcamos a nuestros suburbios interiores. La negamos con el mismo mecanismo que nos hace sensibilizarnos ante el atentado en Niza pero ignorar fríamente otro más atroz en Pakistan. No pondré nombre a ese “mecanismo” que nos ha invadido y poseído y asumimos con una pasmosa naturalidad. Cada cual que le ponga el nombre que quiera.

Nadando a casa es como una crisálida: sutil y bella. Hay una inactividad aparente en su interior, pero detrás de esa engañosa inacción hay un movimiento leve, ligero, casi invisible pero persistente en el que se va desarrollando una metamorfosis hasta llegar a la inevitable eclosión final.

Anoto en mi lista de autoras a las que seguir: Deborah Levy.

Y me voy a nadar. Desnuda.

 
(©AnaBlasfuemia)

lunes, 19 de septiembre de 2016

Me llamo Lucy Barton (Elizabeth Strout)

Título original: My Name Is Lucy Barton
Traductora: Flora Casas
Páginas: 224
Publicación: 2016
Editorial: Duomo
Sinopsis: En una habitación de hospital en pleno centro de Manhattan, delante del iluminado edificio Chrysler, cuyo perfil se recorta al otro lado de la ventana, dos mujeres hablan sin descanso durante cinco días y cinco noches. Hace muchos años que no se ven, pero el flujo de su conversación parece capaz de detener el tiempo y silenciar el ruido ensordecedor de todo lo que no se dice. En esa habitación de hospital, durante cinco días y cinco noches, las dos mujeres son en realidad algo muy antiguo, peligroso e intenso: una madre y una hija que recuerdan lo mucho que se aman.
Por favor, mamá, cuéntame algo. Cuéntame cualquier cosa.
Necesito poner cronología a esta lectura:

1) Empiezo a leer. Pasan las páginas. Estoy desconcertada. Tenía una deuda pendiente con Strout. ¿No iba a poder saldarla? Sabía que Strout quería contarme algo, y que no lo había conseguido captar en Olive Kitteridge. Me sentía frustrada. Algo se me estaba escapando.
Por otra parte, en ocasiones y sin venir a cuento, mis padres –por lo general mi madre y por lo general en presencia de mi padre- nos pegaban impulsiva  y vigorosamente.
2) Y de repente, zas. Leo una frase. No importa cuál (no la vais a ver aquí citada). Para otras personas puede ser otra frase la que provoque el mismo efecto, para mí fue una en concreto. ¿Qué hizo esa frase en mí? Entender. Atrapar. Saber qué me estaba contando y cómo. Se me encogió el alma a la altura del estómago. A partir de ahí yo era Lucy Barton. Hasta ese momento se me estaba atragantando porque me dolía y no quería más dolor. Estaba mirando a otro lado.

3) Seguí leyendo y terminé el libro en una curiosa situación. Necesitaba un lugar que me aportara paz. Tranquilidad. Alguien que me conoce y me quiere bien me lo puso fácil: una iglesia. No soy creyente. No es ese tipo de paz la que me transmiten las iglesias. Así que ahí estoy: un pueblo, una iglesia. El libro en la mochila. Busqué los rincones de esa iglesia que me transmiten cosas, empezando por el exterior y su campanario y continuando por esos rincones interiores que de repente te ponen los pelos como escarpias y la emoción a nivel del  lacrimógeno (tan susceptible él). Cuando comienza la ceremonia y aquello se llena de gente que me mira con extrañeza a mí y mis vaqueros rotos y nada emperifollados, me salgo fuera. Estoy hablando de Lucy Barton (también).
Pero no tardé mucho en darme cuenta de una cosa: que sufrir dos veces es una pérdida de tiempo. Lo digo solamente para demostrar cuántas cosas no puede hacer la mente, por mucho empeño que ponga.
4) Hace solecito. Me siento en un banco de piedra, debajo de un árbol pero dejando que el sol me abrace. Saco el libro y lo termino. Muy tocada. Le doy las gracias a Strout. A Lucy Barton. Por el qué y por el cómo.
Pero los libros me aportaban cosas. Eso es lo importante. Hacían que no me sintiera sola. Eso es lo importante para mí.
5) Termina la ceremonia en la iglesia. Nos invitan a un aperitivo que ofrece la hermandad de noséqué. Son las fiestas del pueblo. El aperitivo parece una boda. Hay que sentarse en una de las largas mesas que hay (apretujados, y para alguien que come con la zurda esto es un problema, chocando codo con codo todo el tiempo). Nos ponen unos embutidos (qué rico el queso, el jamón…). Sopa y frituras. No sé cocinar. Desde hace tiempo eso es un problema porque ya no vivo con alguien que sepa. No como sopa desde ya ni recuerdo. Y en esto soy muy poco Mafalda (en muchas cosas soy muy ella). Me encanta la sopa. Así que me la como si fuera pobre. La disfruto con ansias, emoción y como si me la fueran a robar. Como si fuera pobre, repito (no lo soy, en ese sentido). Como si fuera Lucy Barton rebuscando comida entre los contenedores con su primo…

6) Estoy en medio de dos personas en la larga mesa. A mi izquierda, quien bien me quiere y a quien quiero bien y mucho. A mi derecha, un desconocido. Hablan entre sí. Situación: cada vez que me inclino para comer mi cucharadita de sopa, ambas personas tienen que echarse hacia atrás para seguir hablando entre ellas por detrás de mi nuca. Cuando recupero posición entre cucharada y cucharada, ellos se reclinan hacia delante para seguir conversando. El señor de mi derecha hace dos comentarios que me hacen morder la cuchara. El segundo es con el que salto, aunque fue el primero el que más me cabreó. El segundo comentario tiene que ver con que este señor cree que para entender y educar a los niños tienes que ser padre/madre. Salté como un resorte. No soy madre. Trabajo con niños. Me llevo bien con los niños. En cualquier situación en la que haya niños allí estaré yo, pasando de adultos y divirtiéndome con los niños. Siendo niña. (“Me llamo Ana Blasfuemia”). Igual fui brusca. Pero es que venía quemada con su primer comentario.
Se refería a que yo no entendía que pudiera ser amada, que fuera amable.
7) Comentario que me crujió y callé porque tenía la cuchara en la boca (y porque callamos tantas veces…): El hombre comenta orgulloso que su hija se ha ido a Madrid a empezar la universidad. Hasta aquí todo bien. Es motivo de orgullo y satisfacción. A continuación: me llama 40 veces al día (también con orgullo), porque tengo que explicarle qué tren, metro, autobús, tiene que coger para ir de un sitio a otro. A mi hijo (15 años) le pasa lo mismo: tengo que llevarle todos los días al instituto, que está a cuatro calles de casa. Pero se ha creado esa costumbre. Se acostumbran (con tono sacrificado, condescendiente y sin dejar de sonreír).

No. Alto. Perdona. Tú les acostumbras. No ellos. Tú les has creado esa necesidad. A ambos. Esa dependencia. Tú les das el pescado en lugar de enseñarles a pescar. Porque así se hacen dependientes. Y además les transmites que es porque son unos inhábiles que no son capaces de hacerlo solos.

Hay micromachismos. Muchos y constantemente. Pero hay algo igualmente dañino. O más: los micromataautoestimas. Tan sibilinos. Tan invisibles y sutiles. Tan perniciosos. Tan frecuentes. Tan tremendo. Adiós autoestima.

Pues de esto (y más) habla Me llamo Lucy Barton.

Ya lo he dicho: me interesa cómo encontramos maneras de sentirnos superiores a otra persona, a otro grupo de personas. Pasa en todas partes, y todo el tiempo. Le pongamos el nombre que le pongamos, creo que es lo más rastrero que hay en nosotros, esa necesidad de encontrar a alguien a quien rebajar.
Este libro ES su título: Me llamo Lucy Barton. Lo pronuncio en voz alta con tono de “soy yo, soy yo, soy yo (I am, I am, I am)”. Ese grito de Sylvia Plath. Ese soy yo, soy yo, soy yo, (soy Lucy Barton) que somos todos. Tú también. Y yo. Muy yo. Reivindicarse.

Lo he comentado más veces. Los libros que no son nada explícitos, que se escriben entre líneas. Que el lector tiene que poner, mover, dejarse llevar, leerse a sí mismo por dentro. Amo estas lecturas. Esos escritores que saben moverse ahí como pez en el agua. Es un arte nada fácil y muy valiente. Porque muchos lectores pueden quedarse en las líneas y no entre ellas. Y entonces no verán.

Quizás se espere que se produzca una conversación melodramática entre madre e hija. Que alguna revelación nos sea contada. Y se pensará que no se hace. Pero sí. Ahí, entre líneas, en pequeños gestos, en grandes silencios, en frases (no tan) casuales… Esas cosas (conversación tremenda e impactante entre madre e hija, drama, reconciliación, revelación familiar al descubierto…) solo pasan en los libros y en las películas. En la vida, 999 de cada 1000 veces es como Strout nos lo cuenta. Me llamo Lucy Barton no es un libro. Es la vida. Tal cual.
Así debe de ser como nos manejamos la mayoría de nosotros en el mundo, medio a sabiendas, medio sin saber, asaltados por recuerdos que no pueden ser ciertos. Pero cuando veo a los demás andando con seguridad por la calle, como si estuvieran completamente libres del terror, me doy cuenta de que no sé cómo son los demás. Hay mucho en la vida que parece pura especulación.
Es muchísimo mejor libro de lo que pueda parecer, incluso de lo que nos parece a los que ya pensamos que es muy muy muy buen libro. 
(©AnaBlasfuemia)

jueves, 15 de septiembre de 2016

Para acabar con Eddy Bellegueule (Édouard Louis)

Título original: En finir avec Eddy Bellegueule
Traductora: María Teresa Gallego Urrutia
Páginas: 192
Publicación: 2014 (2015)
Editorial: Salamandra
Sinopsis: Cuando el 6 de enero salió a la venta, se sabía que el autor era un estudiante de sociología en la École Normale Supérieure, homosexual, de 21 años, que narraba su martirio de adolescencia en la atmósfera asfixiante de un pueblo del norte y su cambio de identidad ante la Administración, de Eddy Bellegueule a Edouard Louis. El resentimiento guía la toma de conciencia del protagonista de su feminidad entre palizas, humillaciones, alcoholismo, machismo y pobreza. En el pasillo del colegio un escupitajo, amarillo y espeso, desciende lentamente por su cara. Es el afeminado. En casa, el padre mete a unos gatos recién nacidos en una bolsa y los estampa contra un ribete de hormigón repetidamente mientras se apagan maullidos de socorro y unos hilos de sangre abren el plástico.
Puedes leer las primeras páginas AQUÍ

He leídos unos cuantos libros últimamente que no he comentado ni lo haré. Por razones varias: unos porque ya se ha dicho mucho, todo, de ellos (El papel pintado de amarillo, de Charlotte Perkins Gilman) y poco más podría aportar o añadir. Otros porque va a ser una buena y lacrimógena película pero como lectura no deja de ser un libro de autoayuda para niños, con bastantes clichés y moralina (Un monstruo viene a verme, de Patrick Ness). Otros porque no sé muy bien qué comentar de ellos, algo me faltó en la lectura que no consigo concretar (El fanal azul, de Colette; Entre culebras y extraños, de Celso Castro), lecturas que se quedan en una especie de nebulosa, atrapados en un limbo de mi memoria en el que no terminan de ascender a los cielos (Colette) ni descender a los infiernos (Celso Castro). Y otros, como Dos vidas necesito: Las verdades de Chavela, de Chavela Vargas y María Cortina, que contiene tantas claves personales, tantas astillas punzantes, que prefiero encerrar esas sensaciones en la campana íntima, solitaria y hermética de mi silencio. De Chavela y Colette, eso sí puedo decirlo, me quedo con ese saber transitar por la ancianidad con una elegancia y una serenidad realmente envidiable. Ambas me transmitieron calma.

Y luego hay otros, como Para acabar con Eddy Bellegueule, que quizás no debería de comentar, pero que me siento extrañamente obligada a hacerlo. ¿Por qué no debería de comentarlo? Porque la verdad que no es un libro que me haya encantado precisamente. Diría que incluso me ha cabreado. ¿Por qué, sin embargo, vengo aquí a decir que he pinchado con este libro? Porque es un libro que considero sobrevalorado y, sin embargo, tiene su valor. Y como explicar esto es un reto y los retos me provocan sobremanera, pues aquí estoy, dispuesta a enredarme comentando esta lectura.
De mi infancia no me queda ningún recuerdo feliz. No quiero decir que no haya tenido nunca, en esos años, ningún sentimiento feliz o alegre. Lo que pasa es que el sufrimiento es totalitario: hace desaparecer todo cuanto no entre en su sistema.
Desde luego el arranque es espectacular: repudiar tu propia infancia desde el primer párrafo es toda una bofetada que golpea las entrañas del lector. Vale, es un acierto como inicio de un libro. Le concedo eso y más, porque en este párrafo está la clave de lo que me ha incomodado de esta lectura: el victimismo. Y curiosamente es algo que no parezco compartir con nadie, porque uno de los méritos que se le supone a este libro, a tenor de las críticas, es la ausencia de victimismo. Vaya por Melpómene, ya estoy yo con mi mirada rara de las cosas sintiéndome una extraña. ¿Veis? Yo también victimizo a base de bien. Pero no lo niego.

¿Por qué creo que hay victimismo en ese primer párrafo? No sé si sabré explicarlo, pero tengo el firme convencimiento (lo cual no lo convierte en verdad universal, pero sí en mi verdad) de que hasta en las infancias más terribles hay, siempre, momentos de felicidad. Va en la genética de la humanidad, hay un código no escrito, pero grabado a fuego, que viene a decir que “todos los niños tienen capacidad para no perder la sonrisa y el juego, aun en medio de una guerra, cualquier tipo de guerra”. Que no quita que luego haya sufrimiento, y mucho, incluso inhumano pero ¿ningún recuerdo feliz? Imposible. El auténtico valor de la infancia está en esa fuerza innata que impide que el dolor contamine todos los minutos del día. Esa capacidad de respirar en medio del sufrimiento. Así que lo traduzco como victimismo. También podría decir exageración. Y ese tono que me incomodó/cabreó no hizo más que alimentarse y crecer según iba leyendo.

Sé perfectamente, y no hace falta que nadie me lo diga, porque acabo de decir “sé perfectamente”, que hechos traumáticos en la infancia pueden marcar toda tu vida. Pero esto no es incompatible con que no haya ni un puto recuerdo feliz. Aunque sea de aquel día que te bañaste en el rio por primera vez, descubriste los libros, aprendiste a ordeñar una vaca, te subiste a una bicicleta y pedaleaste sin ayuda, una mariposa no te esquivó, corrías libre por el campo, un balón era juego y felicidadPosiblemente esos recuerdos (felices) no marquen tanto tu vida posterior y sí lo hagan otras vivencias que ningún niño debería de vivir. Pero eso también pasó, no puedes borrar esos momentos en los que la mirada de un niño supo ser feliz en medio de la incomprensión, la indiferencia, la crueldad…

Tal vez no lo estoy explicando bien. Pero yo me entiendo. Que puede sonar egoísta (que  me conforme con solo enterarme yo), pero también es supervivencia entenderse a una misma (más que el ser capaz de explicarlo a los demás).

Como este libro es de esos que tuvo mucho boom mediático por las redes, muchos elogios y demás, era inevitable que comenzara la lectura sabiendo de qué iba. Pero si tenía alguna duda en la página 30 ya sabía todo lo que me iba a contar. Y cómo. Podría haber terminado la lectura ahí y no me hubiera perdido nada, incluso es posible que hubiera conseguido detener la incomodidad y la decepción. Pero lo leí hasta el final, y ese es uno de los valores de este libro, que es fácil de leer. Aunque no estoy muy segura de si decir de un libro que “se lee fácil” sea un elogio.

El mérito de Édouard Louis está en contar algo que le sucedió, que le está sucediendo, que está pasando ahora, aquí, allí, no lejos de ti, de mí. Que nos habrá pasado, que seguirá pasando. Édouard lo cuenta directo, con un lenguaje asequible, cercano y reconocible. Demasiado asequible, cercano, reconocible y no sé si decir que recatado. Podría haber aullado, gritado, golpeado. Pero no. La barbarie está ahí, no se puede detener: la homofobia, el machismo, el racismo, la pobreza, la incultura, la violencia, el rechazo… En ese contexto, sólo queda embrutecerte o rebelarte. Y una de las formas más comunes de la rebeldía es… huir. Irte, alejarte, empezar de cero.

Édouard Louis sufrió. Sufrió su homosexualidad, sufrió su pobreza, la incultura, una sociedad machista, su familia, la miseria humana y todo lo que ello provoca. Pero estudió y pudo ir a la universidad. Huyó. Fin. ¿Fin?

El problema de Édouard es que lo cuenta demasiado pronto, demasiado joven. No está hecho aún como escritor, ni veo ahí a un autor al que seguir y que me vaya a deslumbrar con su obra futura. Le falta profundidad y de alguna manera el libro parece escrito para adolescentes, jóvenes lectores. Que no está mal, pero no es, para mí, el éxito literario que parece ser. Me pareció un libro incompleto, no muy bien contado y seguramente más cosas que prefiero no decir porque serían fruto del cabreo, más que de la objetividad. Aunque la objetividad lo mismo me haría ser más tajante. Pero soy terriblemente subjetiva cuando leo porque lo soy también cuando vivo.

jueves, 8 de septiembre de 2016

Si nadie habla de las cosas que importan (Jon McGregor)

Título original: If nobody speaks of remarkable things
Traductores: Libertad Aguilera y Gabriel Dols
Páginas: 285
Publicación: 2002 (2006)
Editorial: Salamandra
Sinopsis: Una calle cualquiera de una ciudad del norte de Inglaterra el último domingo de verano. Las escenas se suceden como si fuesen polaroids pegadas sobre una cartulina: estudiantes que hacen las maletas sin saber qué les depara el futuro; niños que entran y salen corriendo de sus casas; jóvenes que empiezan a despertar tras pasar la noche de fiesta; un hombre que pinta de azul pálido las ventanas de su casa; un matrimonio que se encierra en su dormitorio para hacer el amor; una pareja de ancianos que se prepara para celebrar su aniversario...


Si nadie habla de las cosas que importan, ¿cómo pueden llamarse importantes?
Hay libros cuyo título suponen páginas y páginas de pensamientos en tu cabeza. Leo el título de este libro, “Si nadie habla de las cosas que importan”, y veo una invitación, unos puntos suspensivos que inevitablemente recorro dando saltitos de uno a otro hasta llegar al último y saltar al vacío. Antes de leer el libro, mi mente ya ha escrito otro sobre qué sucede si nadie habla de las cosas que importan y por qué no hablamos de las cosas que importan. Y qué es lo importante y qué no. Y qué sucede cuando hablas de las cosas que importan.
Ella le dijo cuéntame nuestra historia, cuéntamela como se la contarás a nuestros hijos cuando te pregunten.
Historias. Somos historias, sumas (y restas) de historias, propias y ajenas, que nos hacen. ¿Las contamos? Algunas sí, otras no. ¿Por qué callamos algunas cosas? ¿Por qué necesitamos hablar de otras? Probablemente muchas veces esperamos que alguien nos tienda un puente sin necesidad de pedirlo, que alguien note (sienta), por ejemplo, que algo no va bien sin que haya necesidad de palabras por medio, como si bastara con escuchar que el corazón se ha detenido, como si fuera posible que alguien escuchara realmente los latidos (o su ausencia) de tu corazón. Y tendiera el puente. Y tú lo atravesaras. (¿De verdad pasan estas cosas?)

A veces parece que poner palabras a lo que sentimos o pensamos lo convierte en algo real. Y sin embargo la verdad suele estar en lo que se calla, en los silencios, en los microgestos que suelen pasar desapercibidos, aunque supongan la clave que desentraña nuestro enigma interior. Los hechos cuentan (Facta, non verba) pero lo que callamos dice tanto de quienes somos... Estar hecha de muchos silencios da qué pensar. Algo no puede ir bien. Algo acabará por no ir bien.

Nada cambia. Divago. Pero estoy hablando del libro. De su contenido, o al menos de lo que yo vi (que a lo mejor ni siquiera es el contenido).

Una vez atravesado el desierto generado únicamente por el título, empiezo a leer. Y me bastan pocos párrafos para saber que estoy ante un libro diferente, no convencional, y una forma de contar diferente. Que escribe bien Jon McGregor. Muy bien. Prosa lírica le dicen. Un inicio espectacular, sensorial, escuchando el despertar de una ciudad de la mano de McGregor, que da otra dimensión (más relevante) a cada sonido que una ciudad genera, hasta llegar a un silencio cuya fugacidad lo convierte casi en inexistente.

Es una historia de conexiones. De cómo no somos ajenos a los ajenos. De alguna forma algo nos conecta con propios y extraños. Pasos necesarios que nos llevan de un lugar a otro y a personas anónimas, de las que no conoces el nombre siquiera, pero que han pasado por tu vida, fugazmente tal vez o de forma más constante (¿conocemos el nombre de todos nuestros vecinos, de los trabajadores del supermercado al que vamos habitualmente…?) y, quién sabe, algo que hicieron o no hicieron, dijeron o no dijeron, ha provocado una sombra o una luz en nuestras vidas. Y nosotros sin saberlo. Es casi magia.

Es como si McGregor hubiera cogido una fotografía, una imagen fija, estática, de una calle cualquiera. Un momento, una postal, una calle, la gente, los vecinos, los coches, los niños, el mobiliario urbano habitual, las casas, sus puertas y ventanas. Y a partir de ahí, hacia delante y hacia atrás, se desmigaja lo que sucede hasta llegar a ese momento, y lo que sucede tiempo después. El tan conocido efecto mariposa. Al que si añadimos la fascinante hipótesis de los seis grados de separación ya tenemos material en el que pensar. Añadimos los ingredientes de las historias de los personajes (lo que ven, lo que son, sus vidas, lo que hablan, lo que callan), los silencios que construimos y que a veces nos destruyen, y tenemos Si nadie habla de las cosas que importan. Y más cosas, claro, porque cada libro dice algo al lector que es único y es personal. Miradas, formas de mirar. Puedes ver. O no.

No habla de esas cosas con la gente, allí no hay nadie con quien hablar de ellas, nadie que las sepa. Si le preguntaban, decía bien en general, en general estoy bien, va bien. Pero hay veces en que siente demasiado, en que si pudiera contárselo a alguien, diría no puedo soportarlo más quiero arrancar el papel de las paredes e hincarme de rodillas y machacar el suelo con mis puños inútiles y destrozados.
La lectura deja cierto poso de tristeza. O tal vez ese poso lo tenga incrustado en mí como una lapa. Es un libro magnífico al que únicamente puedo reprochar ciertos círculos concéntricos hacia mitad de la lectura y un exceso de dicen y digo que en algún momento me chirriaban innecesariamente. Pero McGregor pone el acento en los detalles, en lo cotidiano, en lo que omitimos y silenciamos, también en lo que ninguneamos. En lo invisible. Y eso, a mí, siempre me hechiza.
(©AnaBlasfuemia)


lunes, 5 de septiembre de 2016

Departamento de especulaciones (Jenny Offill)

Título original: Dept. of Speculation
Traductor: Eduardo Jordá
Páginas: 176
Publicación: 2014 (2016)
Sinopsis: Cuando se conocieron eran jóvenes y estaban llenos de esperanza. Aunque ambos vivían en Nueva York, solían enviarse cartas en las que imaginaban cómo sería su futuro. El remitente era siempre el mismo: ‘Departamento de especulaciones’. Se casaron, tuvieron un hijo y sortearon como pudieron los pequeños obstáculos de la vida familiar. Pero algo ha ido cambiando. Han aparecido miedos y dudas que ponen en cuestión todo cuanto tienen. En un intento de encontrar el punto en el que se equivocaron de rumbo, la esposa echa la vista atrás para tratar de adivinar qué se ha perdido y qué puede salvarse todavía.
Puedes leer las primeras páginas AQUÍ.

Hora de retomar el blog, de abrir las ventanas y airear las lecturas, blasfuemiadas y otros males. Porque sí, mientras permanecía en la oscuridad de mi cuarto propio donde, deliberadamente, no llegaba la luz, he leído y hasta he escrito sobre lo leído y mis cosas. Sigue el encierro, necesario, pero abro las ventanas. La puerta cerrada, si acaso ligeramente entornada. Continúa el aislamiento, se llama supervivencia. Iré dejando las lecturas de verano y las que vendrán. O no. Quién sabe lo que se cuece en esta penumbra.

Tenía buenas referencias de este libro. Había insistencia en que lo leyera (¡Offill, Offill, Offill...!) Y por alguna lectura había que empezar el tórrido verano. Leído. Y esto escribí al terminar la última página:

Lo cierto es que no tengo muy claro qué pienso de este libro. Estoy a caballo entre la decepción y el agrado. A decir verdad lo que estoy es muy al borde de ser injusta con esta lectura, porque sé que en el fondo lo que llevo leído últimamente no ayuda a que reme a favor de viento con Jenny Offill y su Departamento de especulaciones. Las buenas lecturas hacen que a veces no aprecie otras que podría valorar más y mejor… si no hubiera leído bien antes. Es una extraña sensación. Y me la ha producido este libro. Así que supongo que eso es un mérito.

Porque el caso es que es una buena lectura. Tiene un ritmo muy bueno, y no porque haya precisamente acción, salvo la acción de una mente pensando y sintiendo. Que para mí eso puede tener más acción que una persecución en coche, descubrir a un asesino en serie, luchar en la batalla de los Termopilas, perseguir mafiosos o desembarcar en Normandía. Menudo Waterloo puede ser una mente pensando (y penando). El ritmo bueno es por el tempo que utiliza Offill muy hábilmente: párrafos cortos, capítulos cortos. Como profesora de escritura que es conoce bien las técnicas narrativas y ha sabido jugar con ellas.

Otro punto a favor: hay humor en estas páginas, un humor ácido, irónico. Humor, al fin y al cabo. Muchas veces la ironía es el disfraz que adquiere el humor para que el dolor emerja y se relativice.

Acabo de comentar que se lee bien, ágil, casi de una sentada. Una cosa y la contraria pueden ser positivas. Hay libros que puedo tardar una eternidad en leer (me pasó con Ella tan amada y también con Un soplo de vida, por ejemplo) porque no quiero irme de ellos, o porque cada párrafo trae consigo una reflexión, un pararse a pensar, retener y amasar sensaciones… Otros, como en este caso, se leen con ritmo ligero. A veces algo puede hacerte parar a pensar o a decir “cierto, esto es así”, pero no alcanza para que me detenga conmocionada, emocionada, agitada…

Si tengo que ser crudamente sincera, la verdad es que mi sensación es que he estado leyendo una mezcla del Instagram de Offill, Google y los documentales de la 2. Algo que, sin duda, da mucha cercanía a la lectura, dota de un fácil reconocimiento a muchas de las líneas de pensamiento de la protagonista. Te identificas como quien se identifica con la rutina del día a día. Pero no me atravesó, si acaso ligeros pinchazos.

Hay lecturas que son de entretenimiento fútil, incluso pueden tener cierta calidad literaria, aunque no es lo habitual, ni lo pretenden. Otras lecturas tienen un calado mucho más profundo: están escritas con la delicadeza de quien hace florituras melódicas con las palabras y dotan su composición de descripciones, reflexiones y emociones que son punzadas en el alma, turban, interrogan, aportan, atraviesan. Te hacen crecer y casi hasta tocar las palmas según transitas entre párrafo y párrafo. Departamento de especulaciones se queda a caballo entre ambos tipos de lectura. Podría decir que se queda en tierra de nadie, pero en realidad le otorgo el valor de ser de esos libros que sirven de tránsito entre una forma de leer y otra.