domingo, 24 de noviembre de 2013

Diario de invierno (Paul Auster)




Título original: Winter journal
Traductor: Benito Gómez Ibáñez
Páginas: 248
Publicación: 2012 (2012)
Editorial: Anagrama
Categoría: Biografías y Memorias
ISBN: 9788433933478
Sinopsis: Auster vuelve la mirada sobre sí mismo y parte de la llegada de las primeras señales de la vejez para rememorar episodios de su vida. Y así, se suceden las historias: un accidente infantil mientras jugaba al béisbol, el descubrimiento del sexo, las masturbaciones adolescentes y la primera experiencia sexual con una prostituta, la rememoración de sus padres, un accidente de coche en el que su mujer resulta herida, una presentación en Arles acompañado por su admirado Jean-Louis Trintignant, la estancia en París, una larga lista comentada de las 21 habitaciones en las que ha vivido a lo largo de su vida hasta llegar a su actual residencia en Park Slope, sus ataques de pánico, los viajes, los paseos, la presencia de la nieve, el paso y la herida del tiempo.

 “Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro.”


Primer párrafo y ya estás enganchada. Porque es un pensamiento tan común pensar que “esas cosas” nunca nos van a pasar y, zas, nos pasan... ¿Cómo, que no os habéis enganchado todavía? Un saltito y vamos al tercer párrafo.


“Habla ya antes de que sea demasiado tarde, y confía luego en seguir hablando hasta que no haya más que decir. Después de todo, se acaba el tiempo”.


Si hubiera subrayado este libro habría armado una escabechina de tomo y lomo. Cada poco tenía que pararme, dejar que aposentaran todas las sensaciones y recuerdos que la lectura removía dentro de mí. Y me hubiera puesto a escribir como una posesa si no fuera porque necesitaba seguir leyendo, también como una posesa.

Es curioso, pero el libro más auténtico, el libro más Paul Auster, es el menos “austeriano” de todos.  Auster hablando de Auster, una mirada hacia sí mismo, que es una mirada hacia nosotros mismos, pluralizando y universalizando ese gesto íntimo de verse por dentro, no las vísceras y el intestino, sino la vida vivida y sentida. El acento está en cosas cotidianas, esas que nos ocurren a todos: las cicatrices (físicas) de una infancia feliz, las cicatrices (emocionales) que nos va dejando la vida, el amor a las personas con luz interior, la tos del fumador, la fascinación por las hormigas, el despertar a ese placer llamado sexo… Y Auster va desgranando todos sus recuerdos con descripciones tan visuales y sensoriales como emotivas. Las vemos y sentimos con él.

Inevitablemente los recuerdos no son lineales, sino que unos llevan a otros sin ton ni son, sin orden ni concierto, ahora traigo un recuerdo de cuando era niño, luego describo el accidente de coche (con mujer e hija), luego relato un encuentro con Jean-Louis Trintignant… Porque así son los recuerdos, se encadenan y llaman unos a otros con una lógica irracional, absolutamente personal y puramente emocional. Pero en este libro todo este desparrame de recuerdos están pasados por el tamiz de la lucidez y el brillo de Paul Auster y unidos por el tenso hilo de la piel y lo emocional.

En esos recuerdos que comparte con nosotros, me ha extrañado que no describa muchos respecto a sus hijos (a su primer hijo apenas lo menciona) y a su hermana, sí aparecen, pero parecen hacerlo de pasada, como que "estaban por ahí". Pero lo mismo que los recuerdos son libres y van y vienen a su antojo, tampoco están exentos de que deliberadamente algunos queden silenciados y ocultos detrás de un cartel que diga Territorio íntimo: estrictamente personal".
Pero a cambio, el striptease emocional de Auster es avasallador: sus miedos (a la muerte, a la enfermedad..), sus ataques de pánico, sus inseguridades, sus torpezas… todo lo desvela y lo desmenuza con oficio casi poético en muchas ocasiones.

Sí habla Paul Auster de su mujer, la también escritora Siri Hustvedt, con quien lleva más de treinta años. No es que le dedique muchísimas páginas, pero sí que transmite mucho amor y complicidad hacia su pareja. Y posiblemente también necesidad y algo de dependencia (de ella) 

“Te presentaron a la única, a la mujer que ha estado contigo desde aquella noche de hace treinta años, tu esposa, el gran amor que te asaltó por sorpresa cuando menos lo esperabas.. Porque siempre habláis, eso es lo que en cierto modo os define, y durante todos estos años habéis estado viviendo dentro de la larga e ininterrumpida conversación que se inició el día que os conocisteis”


“Ella no quiere que seas de otra manera. Tu mujer tolera tus debilidades y no te riñe ni te suelta sermones, y si se preocupa, es sólo porque quiere que vivas eternamente.”


El arranque de Diario de invierno es espectacular, así como la mayoría de las páginas, pero no sería honesta si no comentara también que al final termina por hacerse un pelín largo. Lo que en general ha sido un transcurrir agradable y emotivo se empinó como si fuera el Angliru (L’Angliru) en un par de ocasiones: cuando detalla una a una todas las casas en las que ha vivido (y han sido unas cuantas: 21) y cuando, de forma inexplicable, nos describe de forma tan detallada como innecesaria la película “Con las horas contadas”, de Rudolph Maté.

Y si el arranque de Diario de invierno es espectacular, el final es enternecedor y también tremendamente honesto y digno:


“Tus pies descalzos en el suelo frío cuando te levantas de la cama y vas a la ventana. Tienes sesenta y cuatro años. Afuera, la atmósfera es gris, casi blanca, no se ve el sol. Te preguntas ¿Cuántas mañanas quedan?

Se ha cerrado una puerta. Otra se ha abierto.

Has entrado en el invierno de tu vida!”

Auster, Auster… me pongo de pie, qué digo, me subo en una banqueta…, no, mejor en una escalera infinita y te aplaudo.
(©AnaBlasfuemia)

domingo, 17 de noviembre de 2013

Amé las chuches y los libros por igual



Mis recuerdos son sensoriales. Muchos de ellos se basan en olores, incluso ahora que desde hace años tengo una anosmia tan inesperada como hijaputa.

Mi abuela tenía un kiosko. Y el kiosko, sobre todo, olía, olía a chuches, golosinas, pipas, donuts, chicles, regaliz… Era un olor dulce que no te invadía, sino que te acogía y te envolvía con delicadeza y persistencia. Otros sentidos también cobraban vida allí: la vista, como no, con tanto cómic, revistas, tebeos, novelas (eran novelitas de Corín Tellado, pero también las había del Oeste y bélicas), gente variopinta entrando y saliendo… Y también el oído despertaba a sensaciones: el chasquido de las pipas al pelarlas, el crujir de los kikos al engullirlos, las rápidas conversaciones de quien entraba a comprar algo (hasta podían oírse las dudas de quienes no eran capaz de elegir si gastar las pesetas en balines de regaliz, gominolas, chicles, monedas de chocolate…), y las conversaciones más pausadas de quienes entraban a charlar más que a comprar, porque por aquella época la gente hablaba entre sí por el puro placer de conversar, las prisas aún no eran necesarias, la calle era un hogar más…
 

El tacto por supuesto tenía su espacio en el kiosko: me encantaba comer el helado con las manos, acariciar a mi abuela (¡¡quita, quita!! me decía, tan poco propensa como era a las muestras de cariño), también acariciar la pata de conejo que guardaba mi abuela (supersticiosa como era) en un cajón. Y un placer morboso: meter las manos en las pesetas y los reales que se amontonaban al lado de la pata de conejo (y la herradura, que también la tenía).  Y ahí estaba el sabor, seguramente el sentido que más disfrutaba de esa feria sensorial que era el kiosko, siempre la boca ocupada con pipas, chuches y helados. Esa implosión de dulces y salados, a veces con el añadido extra de haberlos cazado al vuelo, en un despiste de mi paciente abuela, que te lanzaba miradas furibundas mientras cerrabas la boca con los carrillos llenos y el morro pegajoso y tal vez negro del regaliz, marrón del chocolate o rojo de los fresones.

Sin duda, el kiosko de mi abuela marcó mi infancia, pero no es el único lugar en el que mis recuerdos acumulan olores y otros sentidos. Hay más, pero en realidad hoy quería hablaros de otro sitio. Los padres (y un tío) de mis mejores amigas de la infancia (eran -son- dos hermanas) tenían una librería. ¡¡Una librería!!... que derroche sensorial y también emocional para alguien como yo, que he leído de siempre y he disfrutado de todos los sentidos como si los fuera a perder en cualquier momento (y de hecho el olfato ya ha caído en la batalla).

Cuando iba a buscarlas a la librería siempre las esperaba merodeando por los rincones, escaparates incluidos. Dejaba que me inundaran todas las sensaciones: el olor de las gomas de borrar, los lápices, las pinturas… Y los libros. Sacar libros de las estanterías, abrirlos, contemplar cómo las palabras se acumulaban ante mi vista intentando decirme algo que no tenía tiempo para leer. Intuir que muchos de esos libros tendrían cosas mágicas que contarme, historias que me reclamaban, vidas que vivir. Sabía que más tarde o más temprano encontraría el tiempo para saber qué se escondía en ellos. El hecho de tenerlos en mis manos, de ojearlos y hojearlos, sin prisa, sin pausa, leyendo retazos de historias, de certidumbres, de promesas… era todo un regalo.


Ese momento en que los niños cada noche del cinco de enero esperan impacientes la llegada de los reyes magos, nerviosos, ilusionados, felices. Ese momento en el que la mañana del seis de enero los niños contemplan los regalos, aún sin abrir. Justo ese momento era para mí el pasar la mano por los libros, sacar uno al azar, robarle unas palabras, aventurar algo que, tal vez, me enseñaría, o me deleitaría, o me haría sentir…



Creo que aquella librería era el único sitio en el que no me importaba esperar. Lo deseaba incluso: que me hicieran esperar. Si era necesario llegar antes de tiempo, pues se llegaba. Yo quería esperar. Allí, con el olor de la librería y los libros desplegándose delante de mí.
Tuve una infancia privilegiada. Luego las cosas durante un tiempo se torcieron. Pero sin duda el kiosko de mi abuela (que traeré más veces por aquí) y la librería de mis amigas tienen podio en mis recuerdos.

Amé las chuches y los libros por igual. Sigo amando los libros y el recuerdo de las chuches.


(©AnaBlasfuemia)